domingo, 20 de diciembre de 2009

Violin



Me refiero a que yo no era ya Lestat, sino un demonio, un poderoso y voraz vampiro. Y, pese a ello, Nicolás notaba mi presencia, la presencia de Lestat, el hombre al que había conocido.
Era algo muy distinto a cuando un mortal veía mi rostro y balbuceaba mi nombre, lleno de confusión.
Nicolás había reconocido en mi naturaleza monstruosa algo que él conocía y amaba.
Dejé de escuchar sus pensamientos y, sencillamente, permanecí tendido en el tejado.
Pero supe que, abajo, Nicolás se estaba moviendo. Supe cuándo cogía el violín colocado sobre el pianoforte y cuándo se asomaba de nuevo a la ventana.
Y me cubrí los oídos con las manos.
Pese a ello, me llegó el sonido. Surgió del instrumento y desgarró la noche como si fuera un elemento
reluciente, distinto al aire, la luz y la materia, que pudiera ascender hasta las propias estrellas.
Atacó las cuerdas y casi pude verle con los párpados cerrados, meciéndose a un lado y a otro con la cabeza inclinada sobre el violín como si quisiera fundirse con la música, hasta que se borró de mí toda sensación de su presencia y sólo quedó el sonido, las notas largas y vibrantes, los escalofriantes glissandos y el violín cantando en su propio idioma hasta hacer que pareciera falsa cualquier otra forma de hablar. Sin embargo, conforme avanzaba, la canción se convirtió en la esencia misma de la desesperación, como si su belleza fuera una horrible coincidencia, una extravagancia sin un ápice de verdad.
¿Expresaba esto lo que Nicolás creía, lo que siempre había creído cuando yo le hablaba largo y tendido sobre la bondad? ¿Era él quien se lo hacía decir al violín? ¿Estaba, tal vez, creando deliberadamente aquellas notas largas, puras y líquidas, para decir que la belleza no significaba nada porque surgía de su desesperación, y que tampoco tenía nada que ver, en el fondo, con tal desesperación, pues ésta no era hermosa y la belleza era, por tanto, una terrible ironía?
No supe qué responder, pero el sonido se extendió más allá de Nicolás, como siempre había sucedido. Se hizo mayor que la desesperación. Se transformó sin esfuerzo en una lenta melodía, como el agua que busca su camino en la ladera de la montaña. Se hizo aún más rica y oscura y pareció haber en ella algo indisciplinado y rebelde, enorme y sobrecogedor. Permanecí tendido de espaldas en el tejado, con la mirada puesta en las estrellas.
Puntos de luz que los mortales no habrían podido ver. Nubes fantasmales. Y el sonido penetrante y desgarrador del violín finalizando la pieza lentamente, con una exquisita tensión.
No me moví.

En silencio, entendí el idioma que hablaba el violín. ¡Ah, Nicolás, si pudiéramos volver a hablar...! Si pudiéramos continuar «nuestra conversación»... La belleza no era la perfidia que él imaginaba, sino más bien una tierra inexplorada donde uno podía cometer mil errores fatales, un paraíso salvaje e indiferente sin postes indicadores que señalaran lo bueno y lo malo.
Pese a todos los refinamientos de la civilización que conspiraban para producir arte —la mareante perfección de un cuarteto de cuerda o la irregular grandeza de los lienzos de Fragonard—, la belleza era algo salvaje. Era tan peligrosa y anárquica como había sido la Tierra eones antes de que el hombre tuviera el primer pensamiento coherente en la cabeza o escribiera el primer código de comportamiento en tablillas de arcilla. La belleza era un Jardín Salvaje.



("Lestat, el vampiro" Anne Rice, 1985)

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A veces sos Nicolas, y te deshojas ante mi como una flor llena de alas que quemar. A veces veo como se arroja a la negrura de mis ojos tu naturaleza cruda y salvaje, asomando de la crisalida gris con que decidis vestirte. Luego te escondes, temerosa y tierna, luego te devuelves al gris cascabel desde el cual resuenas. Luego tu mirada vuelve a ser tan encantadoramente fria y calculadora, tan distante.

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