domingo, 27 de diciembre de 2009

Cuanto tanto

Las ruedas giran sobre si mismas una y otra vez, entendiendo y aceptando los crueles e invisibles dientes del pavimento.
La realidad se desgasta al definirse sobre si misma, destruyendo nuestra verdad una y otra vez, reafirmando su tensa supremacía.
Los cordones, las baldosas, los miles de escalones, todo se carcome lentamente al ritmo de nuestros pies. Todo queda rendido ante esa marea de goma que se mueve por las superficies de la ciudad de modo caprichoso. Al ritmo de las luces etíopes, que son el palpitar, son el compas cardiaco de los pasos que da esa bolsa de naranjas que esta por doblar la esquina de Rivadavia. Que en su lento desplazar arroja su perfumada verdad sobre sus eternos enemigos, sus tumbas. Porque los cestos de basura siempre han sido esto. Son glotonas criaturas, rechonchas, cortas, que devoran cuanto cadáver gravita cerca de sus pestilentes bocas. Los cestos de basura recuerdan la podredumbre de la muerte. Son esa postal póstuma en medio de la urbe.
Los flamencos alimentan a borbotones con su petróleo azul y rojo los estómagos de los  metálicos quirquinchos que vomitan gente.
Bajo las calles, hijastras artificiales del sol, se extienden kilómetros de frías y húmedas galerías, llenas de una negrura densa y férrea. Oscuro laberinto que alberga al gran gusano, que engulle humanos a montones. Esa gran lombriz abierta por todos sus costados se alimenta de la vida de los tumores de carne hasta atorarse. El macabro ritual se repite cada mañana. Cada mañana la enorme y glotona y rastrera víbora, a la misma hora estipulada embruja y encanta a cada uno por separado, los hipnotiza con su movimiento para, finalmente, abrir todas sus bocas de una vez.
Los devora.
Los adoquines, las luces fluorescentes, los carteles, las ventanas, todo titila cuando una cuadrilla de sesenta gigantes se pasea por toda la ciudad. La goma, la eterna goma que se acumula a los bordes de la cara, ese extraño y muy sutil adormecer en la comisura de los labios, todo le indicaba que ya había caminado, que ya había estado, que ya había sido alguna vez. La extraña familiaridad que paladeaba, la irracional seguridad que se cernía sobre sus espaldas mientras observaba a un sujeto de raro actuar. La ausencia del sol, la luz suave, la falta de aire, las fallas en las veredas saltadas, el verde entre la esquina y el cordón.
Había olvidado que esta ciudad tenía un fondo tan verde y tan mojado. Había olvidado tanto gris, tanto cielo tapado, tanto pérfido y elaborado personar.
Glorias de otras épocas se acumulan en las plazas, inmortalizando la labor del bronce y el hierro. Acercarse nuevamente era nuevamente entender el eco asmático de bandoneón que había quedado atrapado en sus oídos, aprisionado, que se encarna a veces en el fuelle de su pecho cada vez que se inunda de los buenos aires de esta ciudad. Tan indómita, tan civilizada y salvaje, tan revolucionaria y mediocre.
Sumidos en sus bases hay sangre y huesos, y banderas, y gritos de libertad, desde siempre corrompidos por negros intereses. Sin embargo, los héroes dormidos del pasado se desintegran en las nuevas juventudes.
Cuanta nada, cuanto todo, cuanta gente, cuanta ciudad.

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